sábado, 12 de junio de 2010

No de nuestra zona, pero sobre el origen de nuestra ciudad

Ciudadanos en red
20 de mayo de 2010

De ciudad a megalópolis

Cierto es que Cortés destruyó a los dioses, pero tal vez trató de respetar parte del centro ceremonial y dejarlo "como memoria" de aquella grandeza por él vencida. Fueron obispos y frailes los que, creyendo ver obra del diablo en esos adoratorios, fueron destruyéndolos sin misericordia a fin de borrar todo vestigio de idolatría y superstición.

Por lo demás, la destrucción del diablo suponía la construcción de la nueva ciudad. La cantidad de piedra cortada y la multitud de indios vencidos determinaron que se edificara aceleradamente la urbe española. Motolinía pinta el siguiente cuadro:

"La séptima plaga fue la edificación de la Gran Ciudad de México, en la cual andaba más gente que en la construcción del templo de Jerusalén [...] a unos les caían las vigas, otros caían de alto, a otros tomaban los edificios que deshacían en una parte para hacer en otra, en especial cuando deshicieron los templos principales del demonio. Allí murieron muchos indios…."

En 1554 salió impresa una primera descripción de la ciudad de México, escrita en latín por Francisco Cervantes de Salazar. Detalla el palacio y su cauda de abogados litigantes, la universidad y las disputas de los colegiales armados de ingeniosos silogismos, la pequeña catedral, el ayuntamiento, los monasterios, los palacios del arzobispado, de los nobles criollos y de los oficiales reales, las tiendas y el mercado.

En 1554, Cervantes de Salazar afirma: "Todo México es ciudad, es decir que no tiene arrabales y toda es bella y famosa". Le asistía toda la razón pues, en efecto, dentro de su traza, carecía de infamantes barriadas.

Pero se vivía el apartheid. Los indios tenían prohibido vivir en la ciudad - reservada a los blancos y a sus criados negros - y se hacinaban, medio desnudos y medio hambrientos, en sus miserables cabañas. De aquí arrancan desigualdades y contrastes que habrían de acentuarse al paso de los siglos hasta alcanzar la proporción monstruosa de nuestros días.

Todo estaba en orden y en su puesto. El virrey y el arzobispo en sus palacios, los estudiantes discutiendo silogismos en la Universidad, los abogados guardando una puntillosa etiqueta en las salas de justicia.


Nada de lo que describía Cervantes quedaba treinta años después. Todo había sido destruido. En el XVII, se erigió una ciudad de techumbres de oro y de alfarjes árabes, de templos y palacios que por las nubes se iban volando. Bernardo de Balbuena (1568-1627) resumía:

O ciudad bella, pueblo cortesano,
primor del mundo, traza peregrina,
grandeza ilustre, lustre soberano;
templo de la beldad, alma de gusto,
Indias del mundo, cielo de la tierra;
todo esto es sombra tuya, o pueblo augusto
y si hay más que esto, aun más en ti se encierra.

Más también la ciudad de los alfarjes y las techumbres oro había desaparecido a finales del siglo XVII. Ahora era una ciudad esencialmente monacal. Tenia treinta y dos monasterios de monjas y de frailes que ocupaban un espacio. Las bóvedas y las cúpulas de las iglesias remplazaron a los alfarjes, se multiplicaron los palacios, la catedral funcionaba inconclusa, casi desaparecieron los negros, el poder del clero era absoluto, los colegios competían con la nueva universidad, los lagos se habían domado en gran parte y había más carruajes que en la corte de Madrid.

El siglo XVIII devoró al XVII. La riqueza de la minería, acumulada por la Iglesia en tres siglos, hicieron de la ciudad de México (y de algunas ciudades provincianas) variante de un barroco no sólo opuesto al barroco europeo sino que puede verse como la culminación del barroco mexicano. De la avalancha de estilos que cayó sobre la Nueva España en el siglo XVI - gótico, plateresco, renacentista - el genio del mexicano se manifestó en el arte barroco y lo hizo propio.

Fue más que un estilo: un estado de ánimo, la vía real donde caminó y pudo expresar espiritualidad, su manera de rendir culto a los dioses. Desde luego, hubo un arte civil, pero el religioso era el culminante. Se recobró la pasión india bajo formas distintas y, si los indios a lo largo de los siglos construían y construían en forma incesante, el clero y la nobleza en los cincuenta años de conquista establecieron una competencia de vanidades exaltadas. Mi palacio, mis almas, mis vírgenes, mis santos, mis coros son mejores que los tuyos, y en esta competencia de gastarse todo para instar al rival, se dan iglesias, monasterios y mansiones espléndidas.

Oaxaca es verde y chaparra, Morelia es alta y rosa, Guanajuato es barroco y toscano, primores sobrepuestos a los caprichosos niveles de los reales de minas. Zacatecas revela el señorío de sus ricos mineros, Querétaro y San Miguel de Allende son orgullo de agricultores millonarios, Taxco es una filigrana de plata, Puebla resplandece con el brillo de sus azulejos y de sus yeserías de oro.

México los decanta y los resume a todos. Sería imposible hacer un inventario de tantos sueños que se convirtieron en realidad.

Riqueza y nobleza

Sin embargo, el gran auge económico y minero de la Colonia se inició en la segunda mitad del XVIII, centrado en la "nobleza". Esta nobleza era muy peculiar. Sobrevivían tres o cuatro familias del siglo XVI, y unas pocas más se remontaban al XVII y a la primera mitad del XVIII, pero Carlos III concedió veinticuatro títulos de condes y marqueses. No era pues una nobleza de abolengo nacida de las guerras, conquistas y expediciones marítimas.

Sería falso asegurar que sólo el auge de las minas generó la riqueza acaparada por los nobles, pues en realidad estos pequeños imperios estaban bien organizados y diversificados. La minería hizo millonarios, pero era muy riesgosa. Los hondos socavones podían costar medio millón de pesos y con frecuencia se agotaban las vetas o sufrían inundaciones. A veces en poco tiempo rendían ganancias fabulosas, y a veces generaban perdidas enormes y quiebras. Los más ricos combinaban la minería con latifundios gigantescos de cameros, de magueyes, criaderos de mulas y caballos, granos en abundancia, operaciones comerciales, propiedades urbanas, tiendas y aún pulquerías.

*Fernando Benítez, El libro de los desastres, México, Editorial Era, 2000

 

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