Y LA RELEVANCIA DEL CANAL DE LA VIGA PARA LA MERCED.
LA MERCED: SIGLOS DE COMERCIO *
Alberto Barranco Chavarría
Tal vez fue con el Mercado del Volador, a espaldas del Palacio de Moctezuma, donde nació la tradición. O tal vez con el Puente de Roldán, espacio obligado para el desembarco de las frutas que llegaban, todavía con el rocío de la madrugada en sus colores, de Texcoco, Chalco y Xochimilco a través de la red de canales de la ciudad. O tal vez con las chinampas, que llegaban, en procesión de precisión y belleza, por el Canal De la Viga.
Lo cierto es que hace siglos - los mismos que tiene la ciudad sagrada de los mexicas que un día fundara el sacerdote Tenoch y la bautizara como México Tenochtitlan - la Merced es sinónimo de comercio. En su amplio espacio físico del oriente de la ciudad, donde apenas llegó la traza primitiva que Hernán Cortés encargara al alarife Alonso Carda Bravo, todavía queda el eco de los pregones indígenas, y el canto casi ritual de los cargadores y los pochteca.
Lo que hoy es la zona de la Merced, con todo lo que representa en la cultura de la ciudad, estaba en medio de dos de los cuatro calpullis o barrios de la ciudad sagrada de los aztecas Alzacoalco o Alzacualpan y Zoquipan o Zoquiapan, también llamado Teopan o Xochimilca.
El nombre llegó después, en el siglo XVI, cuando establecieron su convento en esa zona los religiosos de la Orden de Nuestra Señora de la Merced de Redención de Cautivos. El Convento de la Merced, obra cumbre del arte plateresco, nació con su iglesia, hoy desaparecida, el 3 de diciembre de 1594.
Hacia 1700, ya muchos de los barrios de la Merced pertenecían a la traza de la ciudad, que se había ensanchado, entre ellos San Lázaro, San Antonio Tomatlán, San Ciprián, La Candelaria de los Patos.
Y para entonces, también habían crecido las leyendas de sus calles y callejuelas: en los callejones de Embarcadero, Lecheros, Zapateros, Meleros, Curtidores y Topacio, la gente hablaba en susurros, en agonía, de la aparición de doña Esperanza Goyeneche de Ruiz García, muerta en circunstancias trágicas en esa zona. En la calle de Correo Mayor, que un día se llamó de Vinagre y otro del Indio Triste, la gente habla del viejo cacique azteca que recibía dinero a manos llenas del virrey por servir de espía; que despilfarraba en mujeres y en vicios, hasta el día que los indios se sublevaron, sin que él diera el aviso correspondiente, lo que ocasionó que no sólo se le retiraran los regalos, sino su casa y todo lo que poseía. El indio se quedó sentado, sin moverse, sin comer, sin hablar, muchos días, hasta que murió de tristeza. En ese mismo lugar, luego, se esculpió una estatua que perpetuó la figura cadavérica del infeliz.
Pero la más famosa calle de la Merced, aún sobre Balvanera, hoy Uruguay, o sobre la calle de la Danza, o sobre la de los Bergantines, hoy Guatemala, o la de Nahuatlato, hoy Salvador, o la de Capuchinas, hoy Venustiano Carranza, o la misma calle de la Merced, era la de las Gayas, hoy Mesones, donde las mujeres públicas tenían su "zona de tolerancia".
… Un día, en su lecho de muerte, un anciano riquísimo le confesó a su hijo que tenía una media hermana, producto de sus andanzas juveniles y su mala cabeza. Antes de morir, le arrancó una promesa: "Sácala de la calle de las Gayas, viva o muerta". Y el muchacho cumplió. Una semana después, salía de la sórdida habitación de las hetairas con un cadáver en brazos, que enterró junto a la tumba de su padre.
Como ésa hay mil leyendas más que la Merced ha ido recopilando en siglos de presencia en la vida de la ciudad. Muchas de las 722 casas de vecindad que tenía la ciudad de México a mediados del siglo XVIII estaban ahí. Y estaban también 18 de los 196 callejones de la Nueva España, y 12 de las 90 plazas, y 11 de los 19 mesones, y 16 de los 28 corrales o posadas para alojamiento, y 6 de las 43 pulquerías.
La vida ahí, era un perpetuo movimiento. A veces, era el grito de los pregoneros, que ofrecían barras de mantequilla a real y medio; que ofrecían ("meeercarán, niña. . .") sebo, venas de chile, bolas de hilo, espejitos, gorditas de horno, petates de Puebla, pasteles de miel, requesón, bocaditos de coco, tortillas de cuajada, nueces, castañas calientes, patos, tamales ….
A veces, era la risa que producía el ingenio de un anónimo poeta, que escribió, en letras de molde y en un cuadro de madera blanco, el siguiente pasquín sobre la pila seca que estaba en la calle de la pila Seca, hoy parte de Correo Mayor, y que había mandado poner ahí, "con objeto de abastecer de agua el oriente de la ciudad", el oscuro Virrey Don Félix Berenguer de Marquina, y que sólo servía para que en ella se vertieran otro tipo de aguas:
"Para perpetua memoria
nos dejó el Virrey Marquina
esta pila en que se orina,
y aquí se acaba su historia".
A veces, también era el escándalo de los niños que corrían por las calles, atropellando comercios y comerciantes, para ver el desfile del Circo Orrín, con su famoso payaso Ricardo Bell, que se instalaba en la Plaza de la Soledad.
A veces era simplemente el repicar, todas juntas, de las campanas de las iglesias de Santa Teresa la Nueva, Jesús Nazareno, La Santísima, Loreto, Manzanares, San Lucas, San Miguel, San Pablo, San Sebastián, Santo Tomás, La Palma.
Desde finales del siglo XVIII, en la zona de la Merced estaba un gran mercado, diseminado por las calles donde, por tradición, acudía la gente en busca de mejores precios.
Cuando desapareció el mercado del zócalo, los comerciantes y los compradores se fueron a la Merced. Y ahí se establecieron en improvisados jacales techados de tejamanil, en forma de caballete, que el ayuntamiento les arrendaba.
Con el objeto de integrarlos a todos en una sola estructura, el munícipe Joaquín Schiafino, hizo el 30 de abril de 1861 la siguiente petición al Ayuntamiento de la ciudad: "Pido al excelentísimo Ayuntamiento se sirva recabar del Ministro de Justicia que ceda a la municipalidad de México el exconvento de la Merced, para la construcción de una plaza del mercado…"
Naturalmente, el Ayuntamiento ni siquiera consideró tan descabellada proposición, aunque un año después se edificaría un mercado en lo que eran las ruinas de la iglesia del Convento de Nuestra Señora de la Merced.
Y no era todo.
A la salida de los religiosos mercedarios del país, a finales del siglo XIX, el convento estuvo abandonado por muchos años. A veces fue, incluso, cuartel. En 1926, el doctor José Manuel Puig Casauranc, ministro de Educación, decidió convertirlo en la Escuela de Escultura y Talla Directa. Esta duró hasta 1960, en que se decidió la restauración completa del bellísimo convento. En algunas de las amplias piezas de sus claustros vivió durante años el pintor y escritor Gerardo Murillo, mejor conocido como el Dr. Atl.
A principios del siglo XX, la Merced ya tenía - además de un funcional mercado, orgullo de la época - una gran cantidad de tiendas mayoristas de abarrotes y semillas, así como bodegas de frutas, verduras y legumbres.
No era el principio de su tarea como principal central de abasto de la ciudad, pero sí su consolidación. A la Merced llegaban todos los días, de todos los rumbos de la república, centenares de camiones con alimentos, que luego se metían por toda la ciudad. Definirla así, como el estómago de la ciudad, no es ninguna metáfora.
En la Merced el trabajo se iniciaba en la madrugada y terminaba en la noche. Con el ir y venir de choferes y macheteros; de estibadores y diableros; de comerciantes y compradores, sus calles se llenaban de gritos, de sudores, de olores y hasta de esperanzas.
Y luego, con la mañana, se llenaba de gente que se va y gente que llega. De gente que ofrece y gente que compra. De canastas, de costales, de "diablos", de lazos, de huacales, de manzanas, de mangos, de naranjas, de plátanos, de zanahorias. . .
. . . y de merolicos que cantaban letanías de suertes. De adivinos ciegos que ofrecían amuletos para el amor y brebajes para el odio. De trashumantes que vendían collares de ajos contra la brujería y pomadas maravillosas para los callos. De vendedores de aguas frescas pintadas de ilusión.
De vendedores de calendarios de chillantes colores con el idilio de los volcanes, el tormento de Cuauhtémoc o la escolta de Guadalupe "La Chinaca", así como discos de Juan Gabriel, Rigo Tovar o la Sonora Santanera, calcetines de tres por cien y camisas de ciento cincuenta. . .
La Merced, desde el principio de los siglos que la construyeron, ha sido una oferta. Se ofrece comercio, a cambio de espacio. Se ofrece cultura a cambio de nada. Se ofrece luz y se ofrece sombra: té para la bilis y yerbas para el amor; cancioneros antiguos y canciones nuevas; novenarios a San Antonio y mesones de veinte pesos la noche. Junto al color de las nieves, el olor de las colaciones. Junto al chillar de las fritangas, el vaivén de las piñatas. Junto al azul del mercado de dulces, el negro del mercado de brujas, el amarillo del de frutas y el verde del de verduras.
Sólo que se está muriendo. Apenas el eco de los pregones es murmullo. Apenas el canto ritual de los pochteca es susurro. Apenas el grito del merolico y el canto de la pareja de ciegos es lamento. . .
Apenas. . .
Qué pena.
* La Merced, siglos de comercio-José de Jesús Rangel M.- Cámara Nacional de Comercio de la Ciudad de México 1983